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18 jul 2019

18 DE JULIO:NI OLVIDO NI PERDÓN

Fue la fiesta nacional durante casi cuarenta años. La conmemoración de un golpe de Estado que provocó una guerra civil como fiesta nacional. Con ese pasado, no es extraño que no haya un acuerdo sobre qué fiesta nacional celebrar en la democracia.
FUENTE: KAOS EN LA RED
Desde febrero de 1936 la prensa católica y de extrema derecha incitaban a la rebelión frente al desorden que atribuían al “Gobierno tiránico del Frente Popular”, “enemigo de Dios y de la Iglesia”. La CEDA inició un proceso de acercamiento definitivo a las posiciones autoritarias, que era muy visible desde hacía ya meses en sus juventudes, en el lenguaje y saludo fascista que utilizaban y en los uniformes que vestían.

A partir de la derrota electoral de febrero de 1936, todos captaron el mensaje: había que abandonar las urnas y tomar las armas. El lenguaje integrista, el del “derecho a la rebeldía” al que había apelado ya en un libro de 1934 el canónigo magistral de Salamanca Aniceto Castro Albarrán, el de una rebelión en forma de cruzada patriótica y religiosa contra la República atea, ganó adeptos. Las Juventudes de Acción Popular engrosaban las filas de Falange, alrededor de quince mil afiliados se pasaron de una organización a otra, y Gil Robles secundaba en las Cortes la violencia verbal y antisistema de José Calvo Sotelo.
Pero toda esa ofensiva de las viejas oligarquías servidoras de la Monarquía y de las masas católicas de la CEDA no habría dado los frutos deseados, echar abajo la República y extirpar la amenaza socialista y libertaria, si no hubiera podido contar con las armas de un sector importante del Ejército.
De la organización de la conspiración se encargaron algunos militares de extrema derecha y la Unión Militar Española (UME), una organización semisecreta, antiizquierdista, que incluía a unos cuantos centenares de jefes y oficiales. El 8 de marzo de 1936, Francisco Franco, los generales Mola, Orgaz, Villegas, Fanjul, Rodríguez del Barrio, García de Herrán, Varela, González Carrasco, Ponte, Saliquet y el teniente coronel Valentín Galarza se reunieron en Madrid, en casa de José Delgado, corredor de bolsa y amigo de Gil Robles, “para acordar un alzamiento que restableciera el orden en el interior y el prestigio internacional de España”, según consta en los documentos conservados sobre “la preparación y desarrollo del Alzamiento Nacional”. Y los asistentes mostraron también su acuerdo en que el general Sanjurjo, que vivía entonces en Portugal, encabezara la sublevación.
Los generales que habían de tomar el mando de las fuerzas sublevadas sabían que una buena parte de los oficiales eran partidarios de la rebelión. Pensaban que sólo unos pocos se opondrían. Y la resistencia de los obreros organizados en los sindicatos, que la preveían fuerte en Madrid, Zaragoza, Sevilla y Barcelona, podría ser dominada “enseguida”. Ése era el plan: una sublevación, con toda la violencia necesaria, y un rápido triunfo. Las cosas no salieron así y lo que resultó de esa sublevación fue una larga guerra civil de casi tres años.
A finales de julio, la suerte del golpe militar estaba echada. Había triunfado en casi todo el norte y noroeste de España: en Galicia, León, la vieja Castilla, Oviedo, Álava, Navarra, y en las tres capitales de Aragón; en las Islas Canarias y Baleares, excepto en Menorca; y en amplias zonas de Extremadura y Andalucía, incluidas las ciudades de Cáceres, Cádiz, Sevilla, Córdoba, Granada y, desde el 29 de julio, Huelva. El triunfo obligó a regar con sangre las calles y barrios de la mayoría de esas capitales. Para cortar de raíz las resistencias, los militares sublevados tuvieron que emplearse a fondo. En primer lugar, con sus propios compañeros militares fieles a la República o que se mostraron indecisos ante la sublevación. Aquel movimiento patriótico no podía permitir ninguna oposición. Y los que lo intentaron, lo pagaron, empezando por varios oficiales y jefes pasados por las armas sin dilación ni juicio en Tetuán y Melilla.
No era, por supuesto, la primera vez que los militares intentaban «salvar a la Patria». Pero la sublevación que en la tarde de aquel 17 de julio iniciaron en Melilla fuerzas del Tercio y Regulares no iba a ser una cualquiera, un mero pronunciamiento como había sucedido tantas veces en la historia contemporánea de España. Después de cinco años de República, de posibilidades de solucionar problemas irresueltos, de tiempos de inestabilidad y movilización política y social, se necesitaba una nueva versión, violenta y definitiva, puesta en marcha ya por los fascismos en otros lugares de Europa, que cerrara la crisis y restaurara, tapándolas de verdad, todas las fracturas abiertas –o agrandadas– por la experiencia republicana.


Si de salvadores se trataba, ahí estaba el general Francisco Franco, que creía, efectivamente, que ésa era su misión, salvar una Patria de la que no deberían formar parte los liberales, los republicanos, los militantes de las organizaciones obreras o los votantes del Frente Popular. Todos ellos eran izquierdistas, rojos, enemigos despreciables, ni más ni menos que las tribus contra las que tantas veces había combatido en África. «Sembrar el terror (…) eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros», declaraba el 19 de julio el general Mola, otro salvador.
Y ahí residía una de las claves de lo que se avecinaba: aniquilar a quien no pensara igual, «echar al carajo toda esa monserga de derechos del hombre, humanitarismo y filantropía», según proclamaba ese mismo día uno de sus subordinados, el coronel Marcelino Gavilán, al hacerse cargo por las armas del Gobierno Civil de Burgos. Borrar, en suma, del diccionario de la Lengua las palabras piedad y amnistía, que diría el general Gonzalo Queipo de LLano, el tercero en importancia, muerto Sanjurjo, de ese escalafón de salvadores. Frases para la historia, incitadoras de la violencia, y que Franco le repitió al periodista norteamericano Jay Allen el 28 de julio de 1936, quien, sorprendido por la estatura del general, «asombrosamente pequeña», sentenció: «Otro enano que quiere ser dictador».
La sublevación militar de julio de 1936 y la guerra civil que provocó se convirtieron en acontecimientos fundamentales de la dictadura de Franco, de su cultura excluyente, ultranacionalista y represiva.
Ninguna faceta de la vida política y social quedó al margen de esa construcción simbólica de la dictadura. El calendario de fiestas, instaurado oficialmente por una orden de Ramón Serrano Suñer de 9 de marzo de 1940, aunque algunas de ellas habían comenzado a celebrarse desde el comienzo de la guerra civil en el territorio ocupado por los militares rebeldes, resumía la voluntad y universo conmemorativos de los vencedores.
Se restauraron, en primer lugar, las fiestas religiosas suprimidas por la República, desde la Epifanía a la Navidad. Junto a las religiosas, se subrayaban las de carácter tradicional de «la verdadera España» –el Dos de Mayo y el 12 de octubre-. Pero las que definían ese nuevo universo simbólico de la dictadura eran las creadas para celebrar los nuevos valores e ideas puestos en marcha con el golpe de Estado y la guerra: el 1 de abril, “Día de la Victoria”; el 1 de octubre, “Día del Caudillo”; el 20 de noviembre, para recordar el fusilamiento del líder falangista José Antonio Primo de Rivera; y sobre todas las demás, el 18 de julio, “Día del Alzamiento”.
El 18 de julio fue el origen de la versión maniquea y manipuladora que la dictadura de Franco, apoyada por la Iglesia, transmitió de la guerra, del “plebiscito armado”: que el “Movimiento Nacional” encarnaba las virtudes de la mejor tradición cristina y el Gobierno republicano todos los vicios inherentes al comunismo ruso. Además de insistir en el bulo de que el “alzamiento militar” había frenado una revolución comunista planeada a fecha fija y de ofrecer la típica apología del orden, la tranquilidad y la justicia.
Fue la fiesta nacional durante casi cuarenta años. La conmemoración de un golpe de Estado que provocó una guerra civil como fiesta nacional. Con ese pasado, no es extraño que no haya un acuerdo sobre qué fiesta nacional celebrar en la democracia. Para unos, el 6 de diciembre, día de la Constitución; para otros, el 12 de octubre, que recuerda a Ramiro de Maeztu, la Hispanidad, la Raza Española, la Guardia Civil, la Virgen del Pilar. Y después están las fiestas autonómicas y regionales: unos celebrando viejos levantamientos comuneros o contra los Austrias, otros la opresión borbónica, otros con sus recuerdos patrióticos. Y todos inventando fiestas y tradiciones. Cosas de nuestra historia.
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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza e investigador en el Institute for Advanced Study de Princeton.
Ha sido profesor visitante en prestigiosas universidades europeas, estadounidenses y latinoamericanas.
Sus últimos libros son Europa contra Europa, 1914-1945; España partida en do. Breve historia de la guerra civil española (con edición en inglés, turco y árabe); y La venganza de los siervos. Rusia, 1917.

LA POSVERDAD DE UN PACTO IMPOSIBLE



  • "El fondo de la cuestión es que el PSOE ni quiso, ni quiere en verdad pacto de gobierno con Podemos"
  • "Todo lo ofrecido a Unidas Podemos en estos últimos meses se enmarca en un gran simulacro"
  • "Eso no quita que en las actuaciones de Unidas Podemos, especialmente de Pablo Iglesias, hayamos encontrado errores de estrategia"

FUENTE: www.cuartopoder.es
Alguien podría haber pensado que eso de la posverdad es asunto de otros: de los estadounidenses soportando las mentiras de Trump o de los británicos padeciendo la desinformación que a gran escala se produjo en torno al Brexit. Esos dos casos se citan con frecuencia a título de ejemplo de lo que supone lo que se ha llamado posverdad. No falta quien añada, entre los fenómenos próximos, los discursos independentistas en torno al traído y llevado referéndum del 1 de octubre. Pero el caso es que tenemos situaciones inmediatas que se pueden ubicar bajo lo que significa la dinámica de la posverdad, es decir, esa dinámica en la que la verdad no interesa, empezando por el desprecio hacia los hechos, cayendo el acento, desde esa indiferencia, sobre el relato que se construya, que se difunda por medios de comunicación y redes sociales, y que genere adhesiones en virtud de la carga emocional movilizada para ello.
Como bien dice el filósofo Fernando Broncano, eso que se ha dado llamar la posverdad no es una mera mentira. ¡Cierto! La cosa es más compleja. Además de ser engaño expresamente promovido –eso lo tiene en común con toda mentira-, ello se produce desde un contexto tecnológico que supone un nuevo “régimen de verdad” (o de no verdad), en el cual el relato que se elabora, además de ser mentira socialmente organizada, mediáticamente difundida y políticamente rentabilizada, es narración en falso construida desde una actitud cínica. Si la verdad no interesa…, quien se mueve desde esa autocontradicción discursiva, cuando ésta se pone en evidencia, sólo tiene que decir: “bueno, ¿y qué?”. Si el moverse en esa (i)lógica de la posverdad reporta beneficios económicos o rendimiento político, ¡adelante! El planteamiento es tan cínico que se pasa por encima de los componentes de hipocresía del mismo encubrimiento ideológico, justificatorio de la realidad, que Marx denunciara. Lo triste es que la inmersión en esa dinámica de la posverdad, algo denunciado en el ámbito político como propio de las derechas, no se limita a éstas, sino que también se extiende a las izquierdas, las cuales dejan de serlo si abandonan los elementales compromisos de verdad que mantienen viva la perspectiva crítica.

Vayamos entonces a los hechos que nos ocupan porque nos preocupan. Se trata de los hechos relativos a las supuestas negociaciones entre PSOE y Unidas Podemos para lograr algún tipo de pacto que permita la formación de un gobierno presidido por Pedro Sánchez, tomando pie de la mayoría relativa, aunque no suficiente, obtenida a partir de las elecciones generales del 28 de abril. Estamos en el momento en el que el mismo Sánchez, candidato a la investidura como presidente, comunica que las negociaciones se han roto desde el instante en que en Unidas Podemos se convocó una consulta a la militancia para decidir sobre qué apoyar –qué exigir para un acuerdo-: o “acuerdo integral” para gobierno de coalición con presencia de Podemos en el mismo en proporción a su peso parlamentario, o pacto para gobierno monocolor del PSOE, con incorporación de militantes o personas propuestas por Podemos en otros niveles ejecutivos subalternos… Cabe considerar la impertinencia de una consulta de estas características, convocada con precipitación y sin el necesario debate interno previo sobre la consulta misma y sus términos –dejan fuera la opción de no pacto de gobierno, que en definitiva es lo que desencadena la reacción de los Anticapitalistas, encabezados por la andaluza Teresa Rodríguez-.
Pues bien, siendo todo eso argumentable, el fondo de la cuestión es que el PSOE ni quiso, ni quiere en verdad pacto de gobierno con Podemos. No es nada nuevo, pues tal posición viene arrastrándose desde diciembre de 2015, tras aquellas elecciones generales que dieron lugar a una legislatura efímera por imposibilidad de investidura a Mariano Rajoy, quien fuera a la sazón candidato fallido del PP. En el Comité Federal socialista se aprobó una resolución que de suyo venía a impedir todo acuerdo con Podemos al asimilar sus posiciones políticas al independentismo catalán. La coartada españolista empezó a funcionar y, de hecho, con fuerza tal, que luego, tras las elecciones de junio de 2016 sería elemento fundamental para que desde dentro del PSOE se acabara a las bravas con el liderazgo de Sánchez cuando pareció que éste buscaba posibilidades de investidura, ya que Rajoy no las tendría sin alguna colaboración del PSOE, apoyándose entre otros en los soberanistas catalanes ubicados en el independentismo.
El enfoque señalado es el que sigue primando en el PSOE, con un Pedro Sánchez reconvertido hacia él, dada la experiencia sufrida previamente a la recuperación, por su parte, de la secretaría general del partido. Y desde dicho enfoque, todo lo ofrecido a Unidas Podemos en estos últimos meses se enmarca en un gran simulacro. No hay elementos para decir que ha habido voluntad de negociar en serio, como se ha confesado por el mismo Sánchez al sacar a relucir las divergencias en torno a Cataluña, incluso en torno a una hipotética nueva aplicación del art. 155 de la CE para afrontar situaciones que pudiera provocar el independentismo catalán –el mensaje no puede ser más contrario a la expresión de una sincera voluntad de diálogo político para una salida democrática al conflicto planteado-.  Si no ha habido voluntad de negociar en serio, ¿sobre qué cálculo ha operado la inteligencia política para ir con solvencia a un debate de investidura?

Habiendo sido las cosas como se apunta, a lo que se añaden otras cuestiones políticas, o lo referente a las demandas excesivas relativas a presencia de ministros o ministras que Pablo Iglesias haya puesto sobre la mesa como líder de Unidas Podemos, está claro que lo que buscan Pedro Sánchez y a sus próximos –no lo ocultan- es difundir un relato sobre lo ocurrido en el que los hechos palidezcan al lado de una interesada interpretación de los mismos. Lo que se revela, por consiguiente, es la construcción de un simulacro narrativo y gestual encaminado a culpar a Podemos de no haber hecho posible el pacto pretendido. Sánchez cuenta con el “sesgo cognitivo” de ese conformismo de partido que lleva a que su militancia se alinee sin más con lo que su líder sostenga, con razón o sin ella. Ese componente de pensamiento gregario, cuyo funcionamiento en lo relativo a la posverdad ha sido puesto de relieve por estudiosos de la misma cual es el caso de Lee McIntyre, es el que se ha activado sobremanera en todo el proceso supuestamente negociador hasta el día de hoy. Que se preparaba un desenlace de ruptura que se quería encaminar a una atribución de culpa a la otra parte es cuestión que ya se pudo apreciar al salir a la palestra con el eufemismo de un “gobierno de cooperación”, para negar toda posibilidad de coalición, o con las propuestas humillantes de incorporar a personas no relevantes de Unidas Podemos a puestos de segundo nivel en la estructura administrativa del Estado, prescindiendo de la representación política a la que la ciudadanía ha destinado a los cargos electos de esa formación política.
Alguien pudiera pensar que el análisis aquí presentado es muy parcial al adjudicar al PSOE su trampeo al adentrarse por los caminos de la posverdad. Su responsabilidad es clara, y con ella va la parte de culpa propia que no puede hacerse recaer sobre los demás. Eso no quita que en las actuaciones de Unidas Podemos, especialmente de Pablo Iglesias, hayamos encontrado errores de estrategia que por otra parte también se escoran hacia la construcción de un relato con el que se produzca una especie de autoinmunización frente a los reproches de haber impedido un gobierno de izquierda. En verdad, es lo que una mayoría significativa de la ciudadanía esperaba a la vista de los resultados del 28 de abril. La insistencia en los puestos en un Consejo de ministros –cuestión que se ha percibido muy personalizada en torno a Pablo Iglesias- ha opacado otros aspectos de lo que debiera haber sido una negociación política en toda regla. Reconocer esto es obligado, sin que mengüe la crítica a un PSOE que infravalora los 42 escaños de Unidas Podemos diciendo que son meramente los de la cuarta fuerza política, cuando son de suyo los que resultan necesarios, junto a otros, para conseguir la mayoría parlamentaria que reclama un proceso de investidura, habida de los insuficientes 123 con los que de partida cuenta el PSOE.
Es preocupante que no se vislumbren cambios de estrategias. Es más, aumenta la gravedad de la situación desde que Pedro Sánchez ampara la carta que dirigen al PP –en evidente ejercicio de autohumillación- diputadas y diputados del PSOE que en su día se abstuvieron para que Rajoy alcanzara la presidencia del gobierno. Al actuar de esta forma, Sánchez, de facto y a posteriori, se retracta de lo que en su día defendió: el “no es no” a esa abstención para investir a un candidato de la derecha acosado por la corrupción de su partido. Y al desdecirse, Sánchez desacredita su propia campaña de primarias para ganar de nuevo la Secretaría general del PSOE y, por ende, realza como posición legítima la gestora constituida por quienes en el Comité Federal le defenestraron. A esa flagrante contradicción se suma aquella en la que se incurre cuando se interpela a Ciudadanos y al PP para que se abstengan a la vez que se ha mantenido que Unidas Podemos era socio preferente. No cabe sino de calificar como cínico un comportamiento político en el que estas posiciones contradictorias se sostienen simultáneamente. Todo ello es tributo a la posverdad, trampa epocal en la que la política se desacredita a ojos vista de una ciudadanía perpleja que no esconde su hartazgo ante una representación política que traiciona las razones que condujeron a que fuera elegida.

JOSÉ ANTONIO PÉREZ TAPIAS
Presentación candidatura Pérez Tapias en Callao 14 junio 2014 (15).jpg
José Antonio Pérez Tapias (Sevilla3 de junio de 1955) es un político español y profesor universitario. Actualmente ocupa el cargo de decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada,