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21 jul 2011

CAMPS: UNA AUTÉNTICA "TRAJEDIA"

Actuó con cordura cuando se volvió loco

FUENTE: www.cuartopoder.es / IRENE LOZANO

Si yo tuviera que grabar un epitafio en la tumba política de Francisco Camps, escribiría: “Actuó con cordura cuando se volvió loco”. Si algo ha caracterizado el comportamiento del ex presidente valenciano en relación a su implicación en el caso Gürtel ha sido su irracionalidad. Hasta ayer. Lo paradójico es que haya necesitado enloquecer para tomar una decisión lógica.

Mientras la opinión pública iba conociendo los detalles de su implicación en la trama corrupta, no fue capaz de articular una respuesta coherente. Si declaraba el sastre, él mentía; si se publicaban conversaciones comprometedoras, las achacaba a una conspiración y sonreía. Sus versiones, sus estrategias de defensa, sus justificaciones, se independizaron de la realidad: “Uno o dos escaloncitos, y toda esta cuestión tan extraña, tan absurda y tan estrafalaria habrá pasado”.

No resulta fácil precisar el momento exacto en que alguien es invadido por la locura, pero visto desde fuera, Camps dio muestras serias de enajenación en su comparecencia de ayer. Subía el tono de voz inopinadamente, por ejemplo, al declararse “inocente, completamente inocente”. Lejos de ofrecer un semblante acorde con la solemnidad del acto y del lugar, dejaba aflorar constantemente una sonrisa banal, propia de alguien que está fuera de lugar y no es consciente de la gravedad del momento. Toda su intervención fue desquiciada: el acto no concordaba con las palabras. Seguía defendiendo –entre risas- la inocencia de personas que unas horas antes habían admitido su culpa ante el juez y habían pagado la multa. Pero él calificaba el proceso de “absurdo y brutal”. Decía que era falso. Y reía. Continuaba acusando a la oposición de “haber utilizado este brutal sistema” porque no le podían ganar en las urnas, pese a que dimitía a consecuencia de la decisión judicial de sentarle en el banquillo.


Como si no se hallara en el acto institucional más bochornoso que cabe a un cargo público, aún arengaba a los suyos: “Voluntariamente ofrezco este sacrificio para que Rajoy sea presidente del Gobierno y para que el PP gobierne España”. Un minuto se reía, como si se tomara a chacota a sí mismo, y al siguiente decía estar salvando el país. Y volvía a subir el tono al proclamar el objetivo de su renuncia: “Para que España sea esa gran nación que los españoles queremos”.

El solo intento de convertir una dimisión en una gesta épica de esas proporciones revela una profunda pérdida de sentido de la realidad. Agitaba los brazos, y seguía sonriendo.

Al afirmar no querer ser un obstáculo para Rajoy, enfatizó sus palabras con el dedo índice, volvió a carcajearse, mientras hablaba de fantasmas, como un enajenado: “No voy a ser un obstáculo, ja, ja, no lo van a conseguir”.

Viendo la comparecencia íntegra, aprecié algo distinto a las exageraciones y sesgos habituales de los políticos. No era la desvergüenza de otras veces, no se trataba de desfachatez, manipulación o mentira. Era la vesania de un hombre que ha abandonado el planeta de lo real y se ha mudado a sus mentiras.

Tal vez la culpa sea de Trillo, el autor intelectual de las teorías conspirativas paranoicas con las que el PP ha hecho frente al caso Gürtel. Una vez convencido de ello, ¿por qué no pensar que los 70.000 votos perdidos en las últimas elecciones bien podían deberse a la persecución ciudadana? Al fin y al cabo, Rajoy le ponía como ejemplo y su partido le había organizado durante la campaña un mitin multitudinario en la plaza de toros de Valencia.

Aquella tarde Paco Camps no dejó de sonreír. Su rictus parecía entonces reflejar la satisfacción de quien se siente impune. Ayer su jocosidad era el espejo de su desvarío. Y sin embargo, por primera vez, hizo lo correcto.

19 jul 2011

EL 18 DE JULIO DE 2036

FUENTE: www.cuartopoder.es / IRENE LOZANO

Existen dos máximas universales que no se cumplen en España. Una es la de George Santayana, filósofo americano de origen español: “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. En España, esos conservadores tan partidarios del futuro, le han dado la vuelta: para que el pasado no vuelva a ocurrir, nada mejor que olvidarlo, nos dicen. El último en instarnos a hacerlo es el periódico de referencia de la derecha española, El Mundo. En su editorial, insiste en la equivalencia: todos fuimos culpables, todos nos matamos a todos. Es una forma de decir que, mal por mal, la justicia quedó hecha. Qué bello signo de puntuación, el punto final.

El segundo aforismo incumplido es la célebre frase pronunciada por Clemenceau cuando le preguntaron cómo creía él que contarían los historiadores del futuro la I Guerra Mundial. Confiado, el político y periodista francés contestó: ninguno dirá que Bélgica invadió Alemania. Craso error. Clemenceau no contaba con el negacionismo disolvente de la derecha española, que cristalizó la semana pasada en Telemadrid. Nadie se atreve a decir que Bélgica invadió Alemania, pero sí que la culpa del golpe la tuvieron los rojos, por asesinar a Calvo Sotelo, y no los militares. La de Clemenceau fue, avant la lettre, una defensa de lo real frente al intento de convertir la historia en una construcción artificial, un relato que prescinde de los hechos y se adueña de su interpretación. Lástima que no haya calado aquí.

La mala pata que tienen los negacionistas es que han transcurrido 75 años y decenas de miles de personas -paranoicas, a juicio de El Mundo- recuerdan con precisión el lugar exacto de la cuneta donde yace su abuelo. No resulta fácil olvidar. Pero tampoco para la derecha, que insiste en suministrarnos su recuerdo interesado. Así conforma un relato grotesco que viene a decir: no ocurrió nada digno de ser recordado, salvo que Bélgica invadió Alemania.

La ventaja de los historiadores, frente a los medios, es que tienen la obligación de respaldar sus afirmaciones con un documento. He llorado leyendo la última obra de Paul Preston, El Holocausto español (Debate). Es el libro de las víctimas, de todas las víctimas. No recomiendo leerlo de un tirón.

Hay que dosificar las toneladas de muerte, la sangre y la crueldad. Es necesario tomar aire entre capítulos porque la dimensión del horror escapa a la comprensión humana. Asfixia. Terminarlo resulta un alivio. Pero una vez leído, hay dos hechos innegables. Y los califico así, precisamente porque las afirmaciones de los historiadores están respaldadas con documentos.

El primer hecho es cuantitativo. Preston analiza la violencia en la retaguardia, las muertes de civiles. En zona rebelde, fueron asesinadas más de 130.199 personas. En zona republicana, 49.272. Son cifras espantosas, inconcebibles para la mente humana, pero no son equivalentes. Y se apoyan, entre otra documentación, en cientos de monografías minuciosamente confeccionadas en las últimas décadas.

                                     FOTO: ASESINATO DE CALVO SOTELO

El segundo hecho es cualitativo. La represión en la zona rebelde contra cualquier sospechoso de izquierdismo fue ejercida por las autoridades militares y eclesiásticas. Y formaba parte de un programa sistemático de odio y exterminio, propagado en los discursos de Queipo, Mola o el propio Franco, del que quedan abundantes testimonios, recogidos por Preston. No se encuentra nada parecido en los líderes republicanos, en Azaña, Prieto, Negrín, lo vuelve a recordar Preston en El País. La violencia en la zona republicana fue en gran parte espontánea, incontrolada, y llevada a cabo en gran medida por los anarquistas. Digo en gran parte, porque la barbaridad de las sacas de Paracuellos se planificó, y allí mataron a entre 2.200 y 2.500 derechistas. Desde el comienzo de la guerra -también Preston documenta estos hechos- el afán de las autoridades republicanas consistió en frenar la violencia desatada con el golpe. Lo consiguieron. En la retaguardia republicana, el 97% de las muertes se produjo entre julio y diciembre de 1936.

La represión en las zonas ocupadas por las tropas franquistas no sólo prosiguió hasta el final de la guerra, sino que, y esto es lo más escalofriante, se redobló una vez terminada ésta: aún fueron ejecutados 20.000 republicanos, otros fueron a dar en cárceles, campos de concentración, campos de trabajo, o se exiliaron. En el peor de los casos, los partidarios de la equivalencia no pueden negar que, entre 1939 y 1975 sólo mató, persiguió, encarceló y expolió un bando. Son detalles que a ciertos medios se les olvidan, como tampoco suelen recordar que el golpe de Estado se produjo contra el gobierno legítimo de España, elegido en las urnas unos meses antes.

Espero llegar viva al 18 de julio de 2036 y que, para entonces, no sea necesario insistir en que Bélgica no invadió Alemania.

18 jul 2011

18 DE JULIO DE 1936, UNA FECHA OSCURA EN LA HISTORIA DE ESPAÑA

75 años: para pasar página, primero hay que haberla leído.

Cuando se cumplen 75 años de la sublevación militar contra el Gobierno de la Segunda República: cómo se gestó aquel golpe de Estado que desencadenó una guerra civil y 40 años de dictadura.


FUENTES: www.publico.es / www.lavanguardia.es / www.elmundo.es / www.elpais.es / www.lainformacion.es




Los vencedores de 1939 reservaron la amargura para los vencidos




La Guerra Civil no estalló para todos el mismo día. El golpe se fraguó entre el día 17 y el 21 de julio de 1936. Testigos vivos de aquel momento narran para EL PAÍS cómo les llegó la noticia 75 años después. Dos excombatientes de ambos bandos sellan su encuentro con un abrazo

Escúchame, así fue el 18 de julio

por LUIS GÓMEZ

La mayoría recuerda aquel sábado 18 de julio de 1936 como un día de mucho calor. Un calor espantoso. Pasados muchos años, abuelas de Córdoba contaban a sus nietos para un trabajo del instituto que “la gente sabía que iba a empezar la guerra porque unos días antes corrían estrellas por el cielo”.
La memoria de aquel fin de semana es imprecisa y hay una razón que lo explica: el inicio de la guerra, o el golpe, no acaeció para todos el mismo día, ni a la misma hora. Cuando testigos aún vivos echan la vista al pasado, 75 años atrás para ser exactos, sitúan el comienzo de la contienda el día en el que vieron algún muerto por la calle o llegaron noticias por sus padres de que algo grave estaba pasando en España. A casi todos, la noticia les llegó por los periódicos (previa censura) y, sobre todo, por la radio.


No fue el caso de Emilio Caballero, residente en París, que se encontró con la guerra de bruces: estaba trabajando en el campo cuando le vinieron a llamar porque unos guardias civiles se estaban llevando gente. Sucedió en Mahora, provincia de Albacete. Pudo ser entre el 19 y el 25 de julio, porque allí la sublevación duró una semana y terminó fracasando. La cuestión es que Emilio Caballero se encontró en un camión con una escopeta en la mano. No recuerda mucho más. Todo lo que había hecho hasta entonces era pintar la hoz y el martillo en algunas tapias del pueblo. Poco después estaba en Teruel defendiendo junto a varios compañeros un nido de ametralladora que no sabía manejar. Se salvaron dos. “Nos abrasaron”, dice. Fue un superviviente durante años: formó parte de una brigada mixta que actuó durante la guerra como fuerza de choque. Pasó a Francia. Luego fue enviado al campo de concentración de Gusen, vecino a Mauthausen, el campo en el que solo uno de cada nueve prisioneros salvó la vida. Y él superó todos esos obstáculos.

Tiene 94 años y su mujer advierte que no se le haga hablar mucho porque ya se cansa.

Así que Emilio Caballero se encontró con la guerra de cara un día impreciso de mediados de julio. Probablemente no fue el día 18. Sí lo fue para José Utrera Molina, que tenía 10 años aquel día y se encontraba jugando al fútbol cuando escuchó lo que parecían unos fuegos artificiales. En Málaga, la sublevación duró dos días y fracasó. Recuerda una sensación extraña las primeras horas, la preocupación de sus padres por otros miembros de la familia que residían en distintos puntos de España, la impotencia a la hora de comunicar con ellos, la falta de noticias. Supo que a las 48 horas de aquellas explosiones, al padre de su amigo Ignacio Burgos lo tiraron a la calle por un balcón. Para José Utrera, presidente de la Fundación Francisco Franco, dos veces ministro con Carrero Blanco (Vivienda y Secretaría General del Movimiento), el comienzo de la guerra significó siete meses encerrado en casa sin salir.

Emilio Caballero se encontró la guerra de bruces: de trabajar en el campo a llevar una escopeta en un camión

La sublevación estalló el día 17 en Melilla. El 17 a las 17 horas fue la orden de salida emitida por el general Mola. Según algunos historiadores, el citado general concedió cierta flexibilidad a los destacamentos de las demás provincias para que cada cual eligiera según las circunstancias la fecha y la hora en la que podían divulgar el bando de guerra. Otros autores sostienen que la dispersión de fechas fue consecuencia de cierta incompetencia por parte de los sublevados. Por lo que respecta al día 18 de julio, aquel día solo se sublevaron cinco capitales de provincia; la mayor parte (24) lo hizo el día 19, si bien una mayoría durante la madrugada del 18 al 19, según las cifras que aporta el historiador Francisco Alía Miranda en su libro Julio de 1936 (editorial Crítica), uno de los más recientes sobre el golpe.

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Alfredo Salas Viu (izquierda) conversa con José Luis Rodríguez Viñals durante el encuentro organizado por EL PAÍS. Foto: Gorka Legarcegui

Aquel fin de semana de mediados de julio de 1936 hubo normalidad en algunas partes de España. En otras, tiroteos y víctimas. El domingo 19, mucha gente acudió a las playas de la Albufereta y de San Juan en Alicante, según cuenta la prensa local. No muy lejos de Madrid, en la sierra de Navacerrada, se celebró la tradicional prueba ciclista de la Subida a los Puertos, que se adjudicó el ciclista sevillano Antonio Montes. El lunes 20 abrieron los comercios en muchos puntos de España como si tal cosa. El 21 hubo mercado en Madrid, el principal objetivo de los sublevados: se había producido ya el asalto al cuartel de la Montaña con un trágico balance de muertos.

Las noticias se extendieron por la radio al resto de España de una forma confusa y contradictoria, porque junto a la sublevación sobrevino una campaña propagandística por ambas partes. Cada uno utilizó las ondas en su provecho: los sublevados, para anunciar su victoria, y el Gobierno, para afirmar que una sublevación había estallado en África y estaba siendo eficazmente neutralizada. El historiador Francisco Alía cuenta cómo la exclusiva del golpe llegó antes al extranjero que a España, merced a un cable enviado por Lester Zifren, el corresponsal de United Press en Madrid. Utilizó unas palabras clave para evitar la censura. Donde se refería a la enfermedad de su madre quiso decir lo siguiente, una vez traducido el mensaje: “Legión extranjera de Melilla se subleva. Declarada la ley Marcial”.
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Alfredo Salas Viu de joven vestido con el atuendo de aviador republicano. Foto: Gorka Lejarcegi

Las comunicaciones por teléfono quedaron interrumpidas tras el golpe. Entre Madrid y Barcelona, donde los milicianos lograron evitar la revuelta en numerosos enfrentamientos armados, no se restablecieron hasta el día 22 de julio. Ese día se firmaron largas colas en la central telefónica de gente que buscaba noticias de sus familiares en otras partes de España.

La radio vaciló durante horas. Hubo demasiado optimismo. “De nuevo habla el Gobierno para confirmar la absoluta tranquilidad en toda la Península”, escuchó Carmen Arrojo el 18 de julio en su casa de la calle de Bailén (Madrid), donde aún vive a sus 93 años. Recuerda la orden que le dio su padre a su madre al escuchar los mensajes: “La chica, que no salga de casa”. Y recuerda sobre todo el discurso de Dolores Ibárruri, La Pasionaria, por radio a última hora, cuando selló el famoso “¡No pasarán!”. “No era una sublevación. Era una guerra”, afirmó su padre, interventor en el Ayuntamiento. Carmen, con 18 años y perteneciente como su hermano a las Juventudes Socialistas, convenció a su madre para que la dejara salir a comprar víveres. Su hermano se había marchado a Navalperal para incorporarse a las milicias, “porque pensaban que las fuerzas de los sublevados vendrían por el Norte”. Durante aquel paseo por las calles de Madrid se acercó hacia la plaza de San Andrés, donde vio a unos falangistas refugiados en el interior de una iglesia pegando tiros a la calle. Tiempo después, su casa de Bailén se convirtió en un observatorio de la artillería y ella, con 18 años, terminó organizando un comedor para combatientes primero, varios talleres de confección más tarde y una guardería para niños huérfanos por los bombardeos bien avanzada la guerra. La voz de Carmen fluye todavía con un aire juvenil y la memoria no le falla un detalle.

José Utrera Molina jugaba al fútbol
el día 18 en Málaga cuando oyó algo parecido a unos fuegos artificiales

La sublevación triunfó en Galicia el día 20 de julio. En una misma jornada cayeron las cuatro provincias. “Esos días el cielo se puso rubio (rojo)”, recuerdan en la casa de Ferreirós de Arriba donde vive Daniel Visuña, más conocido en el pueblo como Benito. A sus 99 años es el último natural de O Courel vivo de los que formaron en las columnas gallegas que marcharon hacia Asturias. El Ayuntamiento de Folgoso do Courel, en el sureste de Lugo, fue tomado por la Guardia Civil y falangistas al mando del capitán López de Haro. Daniel Visuña no fue precisamente voluntario: “Voluntario, hostias. De aquí llevaron a O Courel entero, y yo venía de hacer la mili en Marruecos”. Fue soldado de infantería, jefe de cocina en Teruel y acabó entrando en Barcelona. La metralla que le surca la frente no sabe de dónde vino.
Dos parroquias más abajo, en Seoane do Courel, vive todavía José Isauro Parada, de 90 años, otro de los últimos voluntarios gallegos de la Guerra Civil. “¿Era usted franquista?”. “Era, claro. Por nada. Tenía 15 años, aquí se supo que empezó el jaleo por la radio. Para enterarnos fue uno de Seoane a Quiroga [junto a Pedrafita, otro de los ayuntamientos de O Courel] con una pistola pequeña en el bolsillo del chaleco. Luego esto se llenó de soldados, y los que estaban del lado de los comunistas marcharon todos”. Parada salió de Ferrol en 1938, paró en Palma de Mallorca y acabó en Cartagena, ya con la guerra terminada. “No disparé una sola vez, pero en Cartagena me obligaron a ver cómo fusilaban a dos presos republicanos. Uno era de Ferrol. A ese hubo que pegarle cuatro tiros”. Parada acabó de cartero en la Comandancia de Cartagena.
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José Luis Rodríguez Viñals cuando era combatiente nacional. Foto: Gorka Legarcegui

El estallido de la guerra no pareció ser una sorpresa para nadie en España. Un clima de sublevación antecedió al 18 de julio. El propio golpe tardó en fraguarse entre el día 17 y el día 21 de julio, cuando se sublevaron cuatro provincias (Almería, Guadalajara, San Sebastián y Toledo). Nadie discute que el golpe militar fue un suceso esperado. Al Gobierno habían llegado numerosas noticias de encuentros entre jefes militares, de transporte de armas por la frontera de Navarra para nutrir a los requetés. Era un golpe anunciado y de ahí se derivan algunos traslados de altos mandos y cómo el Gobierno se procuró a los militares más fieles en los principales acuartelamientos de Madrid.

La guerra tardó en convertirse en parte de la vida cotidiana de los españoles hasta que pudiera hablarse de frentes, de movimientos de tropas, de reclutamiento. José Luis Rodríguez Viñals tenía 16 años aquel 18 de julio. Pasaba el verano en un cortijo cerca de Montemolín, al sur de Badajoz. Preparaba el último curso de bachillerato con un párroco de Zafra. Le habría gustado ser médico. Recuerda una mañana con cortes de luz: “Sería mi madre quien puso la radio, recuerdo que se trataba de una de la marca Emerson y escuché noticias no habituales. Recuerdo también que la radio emitía músicas militares por la tarde. Y recuerdo a mis padres preocupados”.
Carmen Arrojo escuchó el discurso de La Pasionaria.

Su padre le dijo a su madre: “La chica no sale de casa”

Dos o tres días después llegó a su casa una cuadrilla de hombres armados con escopetas para llevarse a su padre a presentarse ante el comité local. José Luis le acompañó. Su padre suplicó ser encerrado en el Ayuntamiento de Montemolín y accedieron a su súplica. “Cuando vi a unas mujeres echando gasolina junto a la puerta del Ayuntamiento, quedé vacunado del todo”, confiesa José Luis Rodríguez. Algunas personas evitaron aquel conato de incendio y su padre llegó a ser liberado posteriormente cuando Badajoz pasó a manos de los sublevados. Unos años antes, José Luis había sido testigo de cómo una turba “acuchillaba de todas las formas posibles a un guardia civil que terminó desangrado casi a mis pies” y cómo semanas después un grupo de gente despavorida puño en alto hacían de las suyas por las calles de Zafra. “Mi padre vio llegar con optimismo la República, pero poco después comenzó a quejarse de lo que estaba sucediendo en la provincia: quema de siembras, tala de árboles, palizas, muertes, agresiones, quema de iglesias. 
Puedo decir que para entonces lo había visto todo”.


Alfredo Salas tenía un año más que José Luis. Vivía en Madrid, en la calle de Eloy Gonzalo. Había acabado en junio sus estudios de bachillerato. También quería ser médico. De los 15 compañeros de clase del Instituto Escuela, donde estudiaba, ligado a la Institución Libre de Enseñanza, seis terminaron siendo médicos. Él era el pequeño de 10 hermanos. Recuerda por aquel entonces la confusión de noticias en Madrid, el sonido de algunos disparos, pasear con su novia y ver algunos muertos en la calle, probablemente fusilados. “Recuerdo un clima de terror aquellos días”. El comienzo y el final de la guerra le pilló en su casa de la calle de Eloy Gonzalo.

José Luis fue reclutado por el ejército de Franco en 1938, cuando cumplió los 18 años. Su instrucción apenas duró unas semanas, “lo suficiente para aprender el manejo de un fusil y de las bombas de mano”. A mediados de noviembre fue enviado al frente de Madrid. Allí estuvo hasta el final de la guerra. Alfredo tuvo un recorrido más largo. “Se evacuó Madrid en noviembre”, recuerda. Su familia se trasladó a Denia (Alicante), y allí su amigo Rómulo Negrín, hermano del líder socialista Juan Negrín, le convenció para hacerse piloto. Nunca había volado. El hecho de tener estudios le permitió superar un examen. Y así acabó en Moscú tras un largo viaje y un primer periodo de formación de tres meses. Nuevo examen para ser piloto de caza, que suspende en las pruebas físicas, ante lo cual debió continuar su aprendizaje como observador de bombarderos durante casi seis meses.

“Lo que hay es una notable dispersión de testimonios orales. No hay un gran centro de la memoria”,  dice Pere Ysas.

Son testigos vivos. Memoria de aquella guerra, de la “guerra de nuestros abuelos”, como tituló el profesor Aurelio Mena Herrero un trabajo que mandó realizar en 1995 a sus alumnos de bachillerato del instituto Mariano José de Larra de Aluche (Madrid). Aurelio le pidió a los estudiantes que entrevistaran a sus abuelos, y el trabajo, condensado como un pedazo de memoria oral, se divulga a través de Internet. Aurelio, ya jubilado, se había inspirado en varios autores que utilizaron la memoria oral para algunas de sus obras (Benito Pérez Galdós, por ejemplo, a la hora de escribir Trafalgar), pero sobre todo tomó nota del primer y casi único libro de memorias orales sobre la guerra civil española, el escrito por el historiador inglés Ronald Frazer (Recuérdalo tú, recuérdalo a otros, editorial Crítica). Siendo la Guerra Civil uno de los acontecimientos bélicos con mayor bibliografía (solo superado, según algunos autores, por la II Guerra Mundial), está escasa en testimonios orales de ambos bandos. Ahora quizá sea tarde.
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Salas Viu (camisa de rayas azules), camina junto a Rodríguez Viñals. Foto: Gorka Legarcegui

Siempre ha habido entre los expertos un debate entre historia y memoria, y esta ha estado protagonizada en los últimos años por testimonios del bando republicano como producto de la actividad de múltiples asociaciones cívicas. “Los nietos han protagonizado la memoria”, explica el historiador Manuel Ortiz Heras, de la Universidad de Castilla-La Mancha, “pero solo desde un bando, porque el bando que ganó se reivindicó y tuvo una transición tranquila. La izquierda llegó pronto al poder tras el franquismo y no consideró una prioridad recuperar la memoria. Se cambiaron los nombres de algunas calles y poco más. No hubo ajuste de cuentas. La memoria no es una metodología que goce de prestigio. Ahora es tarde”. Pere Ysas ha trabajado estos años en el CEFID (Centre d’Estudis sobre les Èpoques Franquista i Democràtica), de la Universidad Autónoma de Barcelona, donde se han recopilado y grabado multitud de testimonios sobre la guerra y el franquismo. “Ha habido muchos proyectos de recogida de testimonios orales, pero ha sido un empeño tardío. Se empezó a trabajar en ello en los años ochenta. Lo que hay es una notable dispersión. No hay un gran centro de la memoria. Hay un patrimonio no agrupado sin un proyecto común que lo haya conducido”, reconoce Ysas. Finalmente, Manuel Ortiz se pregunta si hay una historia oficial que se enseñe en los institutos: “El problema está en la calle.


¿Qué historia de la Guerra Civil nos han contado? ¿Quién se ha leído un libro sobre la Guerra Civil? Porque en las clases de historia se ha pasado de puntillas por esta parte de nuestra historia. La mayoría de los jóvenes sufren una ignorancia supina sobre este conflicto”.
Volvamos sobre José Luis Rodríguez y Alfredo Salas, uno en la infantería de Franco y el otro en la aviación republicana. Ambos coincidieron en Madrid el mismo día del final de la contienda. José Luis estaba en las trincheras de la Casa de Campo. “Ya se notaba poco movimiento. Una semana antes apenas se pegó un tiro, así que el día 30 de marzo de 1939 nos dieron órdenes de entrar en Madrid en fila india por las dos aceras y con el arma cargada”. José Luis perteneció a las primeras tropas que entraron en Madrid. Se dirigieron a la plaza de España y allí les ordenaron colocar una bandera de España en la boca de un cañón. “Me encontré un ambiente sucio y hambriento. Triste. Gente macilenta. Lo que me sorprendió fue cómo a las pocas horas apareció una multitud con banderas nacionales y de Falange”.

Alfredo no debió de estar muy lejos en aquel momento. Esperaba acontecimientos en su casa de Eloy Gonzalo. Estaba de permiso: tantos meses de formación en Rusia apenas sirvieron de algo. No llegó a entrar en combate por falta de bombardeos: “Se quedaron en la frontera y no pasaron a España”. Así que la espera la consumió entre la academia de San Javier (Murcia) y un aeródromo de Cuenca. Tenían un Katiuska bastante machacado que utilizaban para hacer vuelos de entrenamiento. Le dio tiempo para casarse. Su mujer por entonces estaba embarazada.


“El problema está a nivel de calle.  ¿Qué historia de la Guerra Civil nos han contado? ¿Quién ha leído un libro?”
José Luis y Alfredo no se conocieron hasta que, 75 años después, aceptaron hacerse una foto juntos para este reportaje. Ninguno de los dos puso el más mínimo reparo ni quiso saber algún detalle del otro. “Tenga en cuenta que yo no le he guardado enemistad a nadie del otro bando”, diría después José Luis, “aquella guerra fue inevitable y muchos combatieron en un bando por razones geográficas”. La cita tuvo lugar en el cerro de Garabitas, al caer la tarde, un lugar cercano a la Casa de Campo, donde se mantuvo el frente del asedio a Madrid durante casi tres años.

Ambos habrían podido ser médicos, pero la guerra cortó sus estudios. José Luis terminó siendo abogado, y Alfredo, empresario, después de haber hecho otra mili en el norte de África, experiencia que le sirvió para ser cónsul de Uganda. Sus andanzas le permitieron conocer idiomas. Todavía está convencido de que puede hacerse entender en ruso.
La cita entre estos dos excombatientes resultó entrañable. “¡Dame un abrazo, compañero!”, rompió el hielo José Luis en tono de broma. Y se abrazaron. 

Alfredo le pidió el brazo a José Luis para caminar. Y del brazo dieron vueltas mientras cada uno apoyaba la otra mano en un bastón. Posaron para la foto y se comentaron circunstancias de aquel día del final de la guerra: cada uno estaba en un punto muy distante de Madrid. Trataron de identificar por dónde se extendía el frente alrededor de la Casa de Campo con alguna dificultad porque la ciudad ha cambiado demasiado en tantos años. Hablaron con la camaradería propia de dos excombatientes, salvo que fueron enemigos en aquella guerra. Quedaron en verse a solas cualquier día de estos. Se intercambiaron sus teléfonos y, cuando se despidieron entre risas, José Luis le dijo a Alfredo:
— ¡Pero que conste que sigo siendo un franquista acérrimo!
— ¡Y yo un republicano!..., pero moderado, eso sí.

Los entregados a Franco por la Gestapo

Los sublevados no pararon en su afán exterminador al término de la Guerra Civil. Su voluntad genocida les llevó a pedir la colaboración de la Gestapo en el sur de Francia. En el exilio fueron detenidos tres diputados electos en el Parlamento atacado por el golpe de Estado: Lluís Companys (ERC), Julián Zugazagoitia (PSOE) y Manuel Muñoz Martínez (IR). Los tres fueron víctimas de lo que los historiadores llaman represión legalizada. Es decir, la que aplicaron los franquistas en la posguerra al acusar a sus enemigos de rebeldes. Companys fue fusilado en el castillo de Montjuïc el 15 de octubre de 1940.

Zugazagoitia fue acusado de rebelión y fusilado en Madrid el 9 de noviembre de 1940. Muñoz fue fusilado en Madrid tras un consejo de guerra el 1 de diciembre de 1942.

 FUE UN GOLPE DE ESTADO EN TODA REGLA... RAS UNAS ELECCIONES GANADAS DEMOCRÁTICAMENTE